jueves, 22 de enero de 2015

También el papel miente: "por hacerme amistad y buena obra"

El estudiante de Historia recibe a lo largo de cuatro o cinco años un verdadero baño terminológico, del que emergen repetidamente ideas relacionadas con la dificultad del análisis. Hay “factores múltiples”, “causas complejas” y “contextos”. Muchísimos “contextos”.

La peligrosidad del contexto es digna de Escila, Caribdis y los Cuatro Jinetes del Apocalipsis juntos. No hay profesor ni escrito de metodología histórica que no haga hincapié en la peligrosidad de un contexto escurridizo al que hay que prestar atención con los cinco sentidos. Sacar las cosas de contexto es, para el historiador, mucho peor que sacar los pies del plato: es abominar de una piedra angular de la disciplina. Descontextualizar es propio de gacetilleros de tres al cuarto: los historiadores formados saben prestar atención a ese contexto que debería festonear los títulos de Licenciatura o Grado, a modo de encaje de bolillos sobreimpreso.

Una forma de entender esta lucha por el contexto es dejar sentadas las diferencias culturales que nos separan de nuestros antepasados. Y uno de los errores habituales es cargar las tintas en las diferencias y no reconocer los parecidos. No es extraño que así ocurra, porque la historia analiza cambios a través del tiempo, y las diferencias saltan a la vista con más viveza que las largas líneas de continuidad que configuran esa unidad del género humano que trasciende épocas y lugares.

Rindo pleitesía al contexto, desde luego. Pero no puedo evitar observar las continuidades, lo que nos une a quienes vivieron siglos antes que nosotros. Cuando leo documentación antigua, lo primero que me salta a la vista es lo parecidos que somos. Esa unidad del género humano me fascina y me conmueve. Incluso me hace reír en los archivos, que no son los sitios más idóneos para soltar una carcajada, ante la mirada sorprendida y ocasionalmente cómplice de los otros investigadores.

Maliciosa como soy, lo que más llama mi atencion es lo mucho que nos parecemos en las flaquezas: el disimulo de la mala acción, las excusas para no pagar a los deudores, las mentiras para no cumplir palabra de matrimonio.

La ocultación de actos indebidos daría pie a redactar una enciclopedia. Humanos somos: obramos mal y tratamos de borrar las huellas de nuestras acciones impropias. Buscamos excusas, nos justificamos como podemos. Y aportamos información incorrecta a las autoridades y a los fedatarios públicos para eludir las consecuencias de nuestras trapacerías.

Historiadores del futuro: no busquéis datos para los precios de la vivienda en las escrituras notariales de finales del siglo XX. Los precios consignados en esas escrituras os darán una idea aproximada del montante total de la operación pero, en algunas ocasiones, el precio escriturado es inferior al dinero realmente entregado. La diferencia es difícil de establecer. Un diez, un veinte por ciento. Lo que se consideraba que no llamaría la atención de la autoridad fiscal. Viendo el cuidado con que se revisan las declaraciones del IRPF, resulta difícil creer que se escriturase por debajo del dinero entregado, pero así parece que ocurría.

En conductas así tenemos a quién parecernos: nuestros antepasados declaraban ante notario cosas totalmente inverosímiles, que hacían constar por escrito para encalar de credibilidad la fachada. En las sátiras, los escribanos proporcionaban el modelo para la hipocresía. Nadie los criticó con tanta saña como Quevedo, que los condenaba al infierno en sus Sueños y los tachaba de venales en su Mundo es juego de bazas:
  
El escribano recibe
cuanto le dan sin estruendo,
y con hurtar escribiendo,
lo que hurta no se escribe.

Los seres humanos somos especialistas en saltar vallas y evitar las puertas con que algunos quieren cerrar el campo. La evasión fiscal daría para escribir volúmenes llenos de argucias de todo tipo, acompañadas del mazo con el se golpea al débil y el encaje de seda con que se acaricia al poderoso. La historia de la Carrera de Indias es la historia de la evasión fiscal por antonomasia. Y aún hay historiadores que afirman que hay descenso de comercio donde lo que realmente baja es el volumen de efectos declarados.

Historiadores del presente: no busquéis datos sobre préstamos con interés en las escrituras notariales del siglo XVII. Poco encontraréis sobre una práctica condenada por la religión y el uso social. Buscad más bien, si queréis reír a mandíbula batiente, esos documentos en los que se afirma que Fulánez devuelve a Mengánez la cantidad de X maravedís, que es exactamente la misma que recibió tiempo atrás, y que Mengánez le había entregado “por hacerme amistad y buena obra”. Leedlos con atención y desacralizad la letra escrita, que no por quedar fijada en el papel es más veraz que un chisme.

Que el escribano firmase escrituras no significa que cuanto en ellas figure sea cierto y verificable. El escribano da fe de lo que las partes declaran. Y si Fulánez afirma que Mengánez no le cobró intereses, el escribano lo consigna por escrito. Culpa nuestra será si damos al papel más valor del que tiene y aceptamos sin pestañear que en el siglo XVII no se estilaba cobrar intereses en los préstamos. Dar por bueno el papel sellado equivale a creer que en el Siglo de Oro los préstamos eran adelantos que amigos y familiares hacían a sus seres próximos y que no se hacían pagar el riesgo ni la ganancia; a creer que aquellos traspasos de fondos obedecían a la “amistad y buena obra” y no al ánimo de lucro. Muy filantrópica la sociedad del Siglo de Oro; esa misma sociedad que consigna y valora hasta la última hilacha que lleva encima de dote la mujer y el último botón de los bienes que se legan en testamento.

“Por hacerme amistad y buena obra” significa un interés variable incluido en la cantidad que se devuelve e incluido en la cantidad que se prestó, omitiendo la referencia a ese interés que algún maledicente podría tachar de usura. La amistad y buena obra significa, por ejemplo, que doña María de Rueda y Cabrera y don Francisco Santiago Galardi no recibieron los 180 doblones de a dos escudos de oro que, según se afirma en la escritura,Vicente y Domingo Cantuchi le habían entregado en enero de 1703 (*). Recibieron una cantidad menor que, junto con los intereses, sumaban esos 180 doblones. De ningún modo podía figurar algo que recordase a la usura, ya que los Cantuchi eran Secretarios de la Cámara Apostólica y habría quedado muy feo reconocer que agentes de la Santa Sede se dedicaban al préstamo con interés. La investigadora que leyó la escritura no creyó ni por un segundo que esos banqueros florentinos al servicio del papa se dedicaran al adelanto de fondos por amor al prójimo. Esquivar los peligros del contexto nos vuelve suspicaces, y no vemos altruismo en los actos documentados de los banqueros del siglo XVII.

Historiadores del futuro, historiadores del presente: no aceptéis acríticamente la letra de los documentos. Os intentarán colar de rondón intereses camuflados, precios incompletos, amistades inexistentes, empresarios ectoplásmicos. Ojo. Ojo al contexto.





(*) Archivo Histórico de Protocolos Notariales de Madrid, Pº 11.716 Folio 122 r – 123 v.

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